domingo, 6 de marzo de 2016

EL GENIAL MAGNUS CARLSEN


            

¿Es Magnus Carlsen el nuevo Bobby Fischer?

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Magnus Carlsen  makes a move against India's Viswanathan Anand during the FIDE World Chess Championship in the southern Indian city of Chennai November 9, 2013. REUTERSBabu
Magnus Carlsen y Viswanathan Anand. Foto: REUTERS/Babu/Cordon Press.
 
El ajedrez tiene un fuerte  monarca y, admito que un poco para mi sorpresa, la prensa internacional le ha dedicado al suceso una atención prácticamente inaudita desde los tiempos del reinado de Garry Kaspárov. Aunque la verdad es que por diversos motivos, entre ellos su precocidad, era previsible que Magnus Carlsen obtuviese mayor atención mediática que por ejemplo Vladimir Kramnik o que su reciente rival y ahora excampeón Viswanathan Anand, nombres que el gran público seguirá sin reconocer (excepto, claro, el público indio que idolatra a Anand).
Pero, ¿quién es Magnus Carlsen y qué significa su victoria para el mundo del ajedrez?

Como bien sabemos fue un niño prodigio que a los trece años ya lucía el título de Gran Maestro de ajedrez. Esto es, lo obtuvo un año y poco antes que Bobby Fischer, jugador con el que se lo está comparando muy a menudo en estos días (en estas líneas analizaremos con más detalle esas comparaciones). Si bien es cierto que obtener la norma de GM era bastante más complicado y meritorio en los tiempos de Fischer y que en décadas recientes es más fácil, y que ha habido otros jugadores —más o menos una veintena— que lo han conseguido antes de los quince años, la diferencia entre Carlsen y varios de esos Maestros precoces es que prácticamente desde sus comienzos se señaló al noruego como destinado para la grandeza. Hoy ha cumplido todos esos presagios venciendo con tremenda facilidad al ya excampeón Anand y obteniendo el título mundial a una edad insultantemente temprana: únicamente Kaspárov fue campeón con menos edad, aunque por una diferencia de meses.

Ahora nadie tiene muy claro dónde está el límite del joven Carlsen, que llevaba dominando el ajedrez desde hacía un par de años y a quien solamente le faltaba consagrarse en una final mundial. Una vez en el trono, a nadie se le ocurre quién podría ponerlo en problemas. Fischer tuvo a Spassky. Incluso Kaspárov, en su larguísimo reinado, tuvo que pasar bastantes aprietos frente a Kárpov, el campeón al que él mismo había destronado. Anand, obviamente, ha tenido a Carlsen. Pero Carlsen, ¿a quién tiene?

De momento, no tiene a nadie. Grandes Maestros y expertos están hablando con admiración de Carlsen y la opinión general es que tiene la oportunidad de dominar de manera casi aplastante. Se dice incluso que puede terminar siendo —en fuerza de juego, que no en número de años, donde aún le quedan dos décadas para batir a Kaspárov— el ajedrecista más dominante desde Bobby Fischer en la etapa 1970-72. Esto es, se lo compara con el Fischer más legendario. De hecho, GM español Miguel Illescas ha dicho que no había visto un jugador con semejante voluntad de triunfo desde la súbita retirada del estadounidense.

¿Tienen sentido tantas comparaciones con Fischer? Recordemos que Bobby Fischer, pese a lo extraordinariamente breve de su reinado y pese a su posterior decadencia personal, tiene una aureola dentro del mundo del ajedrez que casi ningún otro deportista ha creado en ninguna otra disciplina. Como leyenda Fischer es más en el ajedrez que Maradona en el fútbol, que Roger Federer en el tenis, incluso más que Michael Jordan en el baloncesto. Su aureola mágica probablemente solo sea comparable a la de Muhammad Ali en el boxeo. Ya no se trata de que sean los mejores o no. Sugar Ray Robinson era tan bueno, si no mejor, como Ali. Kaspárov tiene tantas papeletas o más que Fischer para ser considerado el más grande. Es otra cosa. Se trata de que hablar de Fischer es como hablar de Einstein o de Picasso: en el subconsciente colectivo, incluso hoy, su apellido es sinónimo de «genio universal». Que te comparen con Fischer es tanto una bendición como una posible losa. Pero la gente está incluso saltándose las comparaciones de Carlsen con Garry Kaspárov, el ajedrecista que sentó los nuevos estándares, y el propio Kaspárov insinúa que el único récord que le podría quedar en pie cuando Carlsen se haya retirado sea el de continuar siendo el campeón mundial más joven de la historia, marca que el noruego ya no puede arrebatarle.

Aparte de su precocidad, uno de los principales motivos de comparación con Fischer es la manera en que Carlsen, por sí mismo, ha devuelto el ajedrez a las primeras páginas de los periódicos y a las noticias de la televisión. Esto es algo que no sucede a menudo en el ajedrez, si bien es verdad que cuando ocurre, ocurre a lo grande. Kárpov y Kaspárov lo consiguieron durante los ochenta, si bien necesitaron construir una rivalidad tan marmórea como fogosa y rayana en el odio personal. Cierto es que aunque Kárpov no haya sido un favorito del público por sí mismo, Kaspárov sí fue un campeón extremadamente carismático que se las arregló para estar siempre en primera plana, haciendo cosas tan importantes para la difusión del ajedrez —y tan comprometidas para su prestigio, al menos en su día— como los tremendos enfrentamientos con las supercomputadoras tipo Deep Blue. Quizá no haya sido el campeón más simpático, pero tampoco lo era Fischer. El carisma y la simpatía no son exactamente la misma cosa.

Carlsen, a su manera, tiene una cualidad de estrella que —para ser francos— yo no veía en él hace tan solo unos años. Era un chaval de aspecto apocado que parecía destinado a ser un nuevo Kramnik, alguien que solo interesaba a los aficionados. Desde luego no presentaba el trasfondo romántico y novelesco del quinceañero Fischer, el niño de un barrio humilde que sale adelante con la única ayuda de su tablero. Tampoco tenía ese aspecto desvalido y enternecedor del chaval humilde que va siempre despeinado, ataviado con camisas baratas de cuadros, tan flaco que uno se pregunta si le llegaba para cenar todos los días (y no, no le llegaba). Sin embargo, en los últimos años el noruego se ha ido acostumbrando a atención mediática y está aprendiendo a exprimirla para obtener notoriedad: posa en sesiones de fotos publicitarias con Liv Tyler, se deja ver en sociedad con la gente guapa, sonríe a las cámaras y se muestra relajado y seguro ante los reporteros. Será famoso por motivos distintos a los de Fischer, pero lo será. Bastaba con contemplar las ruedas de prensa de esta final: la presencia de Carlsen eclipsaba a un ensombrecido Anand, que casi parecía consciente de estar siendo relegado a un segundo plano (de cara a la prensa mundial, al menos).

Magnus Carlsen de pequeño
Magnus Carlsen de pequeño. Foto: imago/Kohlmeyer/Cordon Press.

Y no solamente eso; también hemos descubierto que bajo el aspecto inofensivo de Magnus Carlsen se esconde un campeón con mentalidad de tiburón. Algo que sí tiene en común con Fischer es el ego: el nuevo campeón, con toda franqueza, decía hace ya tiempo que se veía «con posibilidades de dominar como lo hizo Fischer». De hecho, su capacidad de lucha en los tableros es similar a la del estadounidense. Kaspárov ha dicho que Carlsen es «un maximalista, como Fischer»; esto es, alguien que detesta los empates fáciles y para quien solo cuenta la victoria. Carlsen ha hecho cosas tan interesantes como el jugarse perder el título en algún torneo llevado simplemente por su ego de competidor: cuando le bastaba un empate para llevarse el trofeo, se ha empeñado en alargar una partida solo porque le molestaba que su rival estuviese buscando el empate de manera más o menos ladina y subrepticia. Ha querido ganar para quebrar el ego del oponente, algo que para Fischer, según confesaba, era el momento más satisfactorio del ajedrez. Magnus, también como Fischer, ha dejado pasar alguna oportunidad de pelear por el título mundial porque no estaba de acuerdo en la forma en que se organizaba. Lo ha hecho de forma menos traumática e inexplicable, pero lo ha hecho.

Eso sí, quizá ahí terminan las comparaciones con Fischer. No son el mismo tipo de individuo, ni de lejos. Carlsen goza del apoyo de una familia normal que lo arropa y lo acompaña a los grandes torneos. Tiene un entorno que mira muy mucho por su desarrollo como persona. Fischer no tuvo nada de eso. Era literalmente un lobo solitario casi desde la infancia, con una madre disfuncional y una hermana que hacía su propia vida. Desde los dieciséis años, Bobby vivía y viajaba completamente solo, sin permitir que nadie se inmiscuyese en sus asuntos. Es verdad que en el caso de Magnus, siendo un jovencito de veintidós años al que individuos de enorme talento consideran un genio, es casi inevitable que tenga el pavo subido. Normal. A los veintidós años Fischer era más retraído, tímido y mucho más elusivo con la prensa pese a su enorme popularidad, y pese a que en realidad su carácter era bastante más fuerte y marcado que el de Carlsen. Pero tampoco el noruego se queda corto a la hora de hablar con toda naturalidad y sin asomo de modestia de sus propios méritos.

Por otro lado, ¿se podrían establecer comparaciones entre Carlsen y Kaspárov, más allá de que ambos han obtenido el título casi a la misma edad? La verdad es que ambos son muy diferentes. El ruso, de hecho, fue entrenador del noruego durante un año aproximadamente… pero nunca llegaron a encajar. Carlsen dijo después que Kaspárov era demasiado intenso y que su frenético sistema de entrenamiento le impedía disfrutar del ajedrez. Kaspárov, por su parte, reconoció que Carlsen tenía su propia forma de hacer las cosas y que a él le resultaría imposible imponerle sistemas nuevos de funcionamiento. Ambos son competidores feroces, pero lo son de distinta manera. El propio Kaspárov ha dibujado las diferencias entre ambos: el ruso se entrenaba con dedicación espartana y aunque era un jugador de gran fantasía e imaginación, admite que durante las partidas tenía que realizar un enorme esfuerzo mental para encontrar aquellas combinaciones de jugadas que en no pocas ocasiones podían dejar boquiabierto al más curtido especialista. Sin importar que su estilo fuese más bien agresivo y muchas veces basado en la inspiración del momento, se preparaba concienzudamente y estudiaba a fondo la teoría. Quizá parte de la culpa la tuviese el hecho de que su máximo rival fuese un ajedrecista con un juego tan metódico y difícil de afrontar como el de Anatoly Karpov.

Magnus Carlsen, por el contrario, difícilmente produce partidas de esas que son como espléndidos cuadros de Velázquez. Lo suyo es algo aparentemente más sencillo. En cuanto a estilo de juego, la comparación apta para Magus Carlsen no es Bobby Fischer ni Kaspárov, sino José Raúl Capablanca: el nombre no suena mucho al público de hoy, pero en los años veinte Capablanca fue una figura de fama internacional y su ascenso mediático tuvo muchas cosas en común con el de Fischer y con el de Carlsen ahora. Pues bien, Capablanca jugaba un ajedrez muy sencillo en comparación con el de otros Grandes Maestros, basado única y exclusivamente en su capacidad innata para captar casi de un vistazo la naturaleza exacta de una posición sobre el tablero. Allá donde Kasparov —de talento comparable, aunque sea otro tipo de talento— se quebraba los sesos para obtener resultados más visualmente espectaculares, Capablanca se limitaba a detectar rápidamente las jugadas más correctas y menos arriesgadas, a esperar que fuese el rival quien cometiese un error. Pues bien, con sus debidas diferencias, ese mismo es el estilo de juego de Carlsen. Su capacidad innata para entender la posición está en la línea. Su sencilla estrategia, también, y él mismo lo resume de manera igualmente directa: «me limito a jugar hasta que el otro comete un error». Parece fácil decirlo, pero es difícil hacerlo. Incluso los más grandes ajedrecistas cometen errores gruesos, porque son humanos y porque la competición es dura, es cansada, y se ve afectada por muchas circunstancias. Pero Carlsen comete menos errores que nadie. Busca siempre llegar a finales de partida con pocas piezas en donde prima el «juego de computadora». Y ahí no tiene rival. Es como una máquina y su precisión desmoraliza a cualquier oponente. Como sucedía con Capablanca.

Su estilo posicional también puede ser comparado con el Kárpov, porque Carlsen no es un jugador artístico ni de ataque como Kaspárov. En realidad su juego tampoco se parece al estilo de su idolatrado Fischer, que sí, tenía mucho de jugador posicional, pero con una especie de armonía sinfónica y una capacidad de emponzoñar inadvertidamente las partidas que están ausentes del juego de Carlsen. El propio noruego ha admirado siempre ese estilo («lo que me inspira de Fischer es que hacía parecer lo fácil lo que en realidad era extraordinariamente difícil») pero su propio ajedrez es más maquinal, sin el componente de poesía y belleza. Casi cualquier espectador preferirá mucho antes el estilo de ataque de Kaspárov o de presión maligna de Fischer, estilos muy diferentes entre sí pero muchas de cuyas partidas producen emociones de naturaleza verdaderamente artística, más evidente en el caso de Kaspárov, más sutil en el caso de Fischer. Carlsen, por el contrario, será un jugador demoledor pero menos vistoso, como lo fue Kárpov en los setenta, o Petrosian en los sesenta, o Botvinnik en los cincuenta, o Capablanca en los veinte y treinta. Y el arte es un componente del ajedrez, y no lo digo yo: campeones mundiales como Alekhine, Mijail Tal o el propio Kaspárov han situado no pocas veces la belleza por encima de la eficacia, al menos al mismo nivel. Incluso Bobby Fischer, al que no le gustaba hablar de arte y sí de eficacia, desprendía ese bouquet del genio que está portando algo especial que va más allá de la lógica.

Por decirlo de otro modo, tal vez ligeramente inexacto pero ilustrativo: Kaspárov era como una mezcla entre la selección alemana de fútbol y el Brasil de Zico o Pelé. Esto es, por un lado hay que estar preparado en defensa y medio campo como los alemanes, pero por el otro hay que jugar bonito y subir a por el gol a la primera oportunidad. Esto, claro, hizo de Kasparov un campeón que dominó dos décadas. Fischer era como la «naranja mecánica» de Rinus Michels y Cruyff o más bien como selección española de Luis Aragonés: se pone el método por encima de todo, se mantiene el balón a base de talento, pero conforme pasan los minutos se empieza a apretar hasta que el rival se ve ahogado en su área. Karpov era casi como la Italia tradicional: defender y defender, con un juego poco llamativo, aunque en el fondo sin perder del todo la portería rival de vista. Carlsen es más como la España de Del Bosque que obtuvo el Mundial: pase horizontal, sin arriesgar, no perder el balón ni cometer errores, y confiar sabiendo que al rival le costará Dios y ayuda meter un gol… jugar a esperar el error del contrario y ganar por 1-0, aunque al día siguiente la prensa diga que el partido fue un aburrimiento total. Carlsen aburrirá porque puede permitirse el lujo de jugar con esa total sencillez y con ese método infalible, sabiéndose de talento muy superior al del resto.

NY: CHANEL SOHO BOUTIQUE REOPENING
Liv Tyler, Magnus Carlsen y Garry Kaspárov. Foto: Brian Zak/Sipa Press/Cordon Press.

Pero sí que hay un aspecto revolucionario en él. Magnus Carlsen es el primero de los grandes campeones que ha crecido completamente en la época de las supercomputadoras de ajedrez, hoy una herramienta indispensable de entrenamiento. Y de hecho su juego es, de entre todos los mejores jugadores de la actualidad, el más parecido al de una computadora, el más frío, el más milimétrico. Pero curiosamente es el menos computerizado de entre los mejores jugadores del mundo. En comparación con sus oponentes, estudia poca teoría. Él mismo lo dice: es un ajedrecista perezoso. Entrena, claro, pero no tanto como se esperaría que entrenase un campeón mundial a estas alturas.

Y esto es una auténtica sorpresa. Con ello rompe de forma verdaderamente chocante una tradición que se remonta mucho tiempo atrás. El éxito de la escuela soviética sentó una nueva máxima: para ser el mejor, hay que estudiar, y mucho. Mijail Botvinnik, primer campeón soviético, fue un ejemplo a seguir con su aproximación metódica al ajedrez. Bobby Fischer, sin ir más lejos, fue un estudioso de dedicación casi fanática. Incluso campeones más bohemios e imaginativos como Boris Spassky o Mijail Tal pasaron por su etapa de intensa preparación teórica, aunque la abandonasen después. Pero especialmente desde la llegada de Kaspárov la teoría estaba adquiriendo tanta importancia que a juicio de muchos amenazaba con devorar al ajedrez como espectáculo. En los últimos años se ha hablado muy mucho de la posibilidad de imponer el sistema del «ajedrez aleatorio», el llamado Ajedrez 960 o «ajedrez Fischer», perfeccionado y propuesto por Bobby Fischer durante su precoz retiro en los setenta. ¿Por qué? Pues porque muchas partidas se estaban volviendo aburridas, como proféticamente previó Fischer en su momento. Los mejores jugadores del mundo, con ayuda de los ordenadores, se aprenden de memoria un repertorio extensísimo de aperturas y variantes. Toda la parte inicial de una partida puede ser la mera reproducción de lo que se ve en los manuales de teoría ajedrecística, sin salirse un centímetro. Algo que no sorprende ni excita a los espectadores. Ni siquiera a los analistas. A nadie le gusta ver una competición de empollones. Los aficionados al ajedrez, por lo general, quieren ver cosas sorprendentes y hacen muy bien en preferirlo.

Carlsen tampoco juega el ajedrez más bonito o sorprendente del mundo. Pero sí se ha salido de una norma que parecía inquebrantable: en las partidas hace jugadas que no están en los análisis convencionales, arriesgándose pero también obligando al rival a pensar por sí mismo y a ponerse en la misma situación de incertidumbre. Esto es un giro inesperado en pleno siglo XXI. Carlsen lo hace porque le funciona, porque sabe que si se sale de los caminos trillados se equivocará menos que el rival, aprovechará la más mínima ventaja y ganará la partida. Esto lo hace irresistible. Y a su manera revolucionario. En plena Edad de la Teoría, pese a haber crecido rodeado de máquinas que le han permitido aprender en meses y con un click de ratón lo que a Fischer o Kasparov les costaba años de estudio entre montañas de libros, ha resultado salirse por la tangente, ha roto moldes en esta generación. Como hizo Fischer en la suya. No parecía posible que un ajedrecista llegase a campeón con este enfoque heterodoxo. Evidentemente, se necesitaba un ajedrecista de condiciones excepcionales para hacerlo. En ese sentido, Carlsen sí puede tener ciertos paralelismos con Fischer.

Además, su situación competitiva actual se parece a la de Bobby en 1972. Es decir: ¿quién puede destronar a Magnus Carlsen? Aparentemente nadie de entre el actual Top Ten. Nadie de su generación o de las anteriores. Una situación no inédita, pero sí bastante infrecuente en ajedrez. Parece que no perderá el trono en bastante tiempo. Nunca pueden afirmarse estas cosas con total seguridad, claro, porque la vida da muchas vueltas. Pero al igual que Fischer en 1972 o que Capablanca en 1926, Magnus parece haberse quedado sin rivales. Nunca sabremos qué hubiese pasado con Fischer de no haberse retirado antes de cumplir los treinta sin poner su corona en juego, pero hay una cosa casi segura: una vez ganó y desmoralizó a Spassky, ya no había ningún ajedrecista de su generación con claras opciones de destronarle. Solamente un jugador más joven, de la siguiente generación, que hubiese crecido aprendiendo de Fischer y acostumbrándose al nuevo paradigma por él impuesto, hubiese tenido oportunidad de hacerlo. Es muy posible que Kárpov o Kaspárov hubiesen ganado a Fischer, aunque solo fuese por efecto de la edad y del progreso inevitable de la disciplina ajedrecística, pero también porque la revolución fischeriana no les pillaba de sorpresa como sí sucedió con sus coetáneos. Pues bien, de manera similar quizá tengamos que esperar a que un joven jugador surgido a rebufo de Magnus Carlsen, que haya crecido estudiando su estilo de juego —bien para imitarlo, bien para contrarrestarlo— aparezca de la nada y sea quien le arrebate la corona.

Por supuesto, cabe la posibilidad de que Carlsen se descentre, o ceda a la presión, o de que flojee durante una final por motivos inesperados. Puede que pierda frente a Anand o frente a cualquier otro de los grandes nombres actuales. Podría pasar, sí. Pero es poco probable. Carlsen es un jugador frío, como lo era Kárpov y como lo era (frente al tablero al menos) Bobby Fischer. Las cosas no le afectan demasiado, que sepamos. Se sienta, mueve sus piezas, y ya puede desplomarse el techo que su determinación no se ve afectada lo más mínimo. Fischer no se levantaba de su silla ni en mitad de un apagón. Kárpov jamás movía un músculo de la cara ni en lo más crítico de una final. Y Carlsen tiene un poco de ambos, así que va a ser difícil derrotarle y de momento solamente él y sus circunstancias pueden provocar su caída. Además, como venimos diciendo, Carlsen no es Fischer. Magnus Carlsen es —dentro de lo que cabe, claro— una persona normal. No me lo imagino en una secta evangélica, ni ausentándose de la competición durante meses. No va a desaparecer dentro de un par de años por motivos que nadie comprenda.

Por lo demás, el ascenso de Magnus Carlsen al trono es una gran noticia para el ajedrez. Como en los videjuegos, su nivel de carisma ha mejorado con el tiempo y ahora es un individuo popular que va a devolver mucha popularidad al deporte-ciencia. Anand, con todas sus virtudes, no tenía esa cualidad estelar excepto en la India, donde sí es un ídolo de masas. Pero hasta esta última final, cuando se ha enfrentado a Carlsen, ya podía usted preguntar a la gente por Anand que apenas un ínfimo porcentaje del público sabía a quién nos referíamos. En cambio, la gente sí va a saber quién es Magnus Carlsen, y esto solo puede ser positivo para el ajedrez.

Lo mejor de todo, lo verdaderamente ideal aunque puede que pasen años antes de que lo veamos, será el instante en que surja un rival a su medida. La rivalidad es lo primero en un deporte, al menos en cuanto a los espectadores y la Historia se refiere. La auténtica leyenda nace no de los grandes campeones, sino de los grandes campeones que tienen rivales a su medida. Y con suerte, si surge un oponente a su medida, con Carlsen podríamos vivir campeonatos casi tan intensos como los cinco Kárpov-Kaspárov de los años ochenta. O como los Kárpov-Korchnoi de 1978 y 1981. O por supuesto el Fischer-Spassky de 1972. De hecho bastaría con que fuesen la mitad de intensos que cualquiera de los citados, no más. A día de hoy, Magnus Carlsen tiene hambre de gloria y confiemos en que la mantenga cuando aparezca su hipotética Némesis, lo cual podría proporcionarnos enfrentamientos épicos.

En todo caso, es fascinante sentir que estamos asistiendo a la Historia. Queda muy mucho por desentrañar, ya que el noruego no ha cumplido los veintitrés y apenas lleva una semana como campeón. Pero se intuye que podría llegar a retirarse habiendo sido uno de los más grandes talentos naturales que hayan pasado por el mundo de las sesenta y cuatro casillas. Ni siquiera parece aberrante la posibilidad de que por sus logros ajedrecísticos se termine convirtiendo en una figura cuyo nombre sea mencionado junto al glorioso y selecto grupo de los Kaspárov, los Fischer, los Capablanca. Es pronto para afirmarlo, está claro, pero la posibilidad está ahí, y eso ya es mucho decir. El noruego tiene los mimbres para hacer cosas muy grandes. Su película, en todo caso, acaba de comenzar. Nadie espera un drama como el protagonizado por Fischer. Magnus Carlsen no es Bobby Fischer, pero es que eso es imposible y tampoco hace ninguna falta. Contemplar la grandeza en una disciplina es un placer para los sentidos y para el espíritu, siempre. Y preguntarse quién, cómo y cuándo derrotará al nuevo rey, de dónde surgirá el aspirnte y en qué momento sabremos de quién se trata, es una fascinante intriga. Tal vez sea un niño que está ahora practicando con su tablero en alguna escuela y cuyo nombre no hemos oído mencionar. Quién puede afirmarlo. Así que no sé ustedes, pero yo voy a por mi cubilete de palomitas. No quiero que la historia del ajedrez me pille desprevenido.

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Foto: Erlend Aas / NTB / Cordon Press.

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